Estudios de Lingüística Aplicada

Rodrigo Martínez Baracs & Salvador Rueda Smithers (Coords.). De la A a la Z. El conocimiento de las lenguas de México. México: Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2015. 259 págs.

Rosa H. Yáñez Rosales

Universidad de Guadalajara,
Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades

A inicios de 2015 se publicó el libro De la A a la Z. El conocimiento de las lenguas de México, coordinado por Salvador Rueda Smithers y Rodrigo Martínez Baracs, editado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia.

El libro tiene once capítulos, más la presentación elaborada por Salvador Rueda Smithers y una nota de Rodrigo Martínez Baracs. En la presentación y en la nota se informa que los textos proceden de una serie de conferencias que tuvieron lugar en 2007, en el Castillo de Chapultepec. Posteriormente se enriquecieron para convertirse en los capítulos del libro.

Si bien, como dicen los coordinadores, el orden de presentación de los capítulos es cronológico, hay otros ejes de lectura posibles. Me refiero a algunos capítulos panorámicos en tanto que tratan hechos y quehaceres de manera muy amplia al igual que otros temas que se abordan en el libro. Hablaré primero de los tres capítulos que brindan esta perspectiva panorámica, para luego comentar los que, considero, tienen bases más particulares.

El texto de Ascensión Hernández, “Paradigmas gramaticales del Nuevo Mundo: un acercamiento”, hace una amplia revisión de las gramáticas elaboradas prácticamente en toda América y las influencias que empezaron a mostrarse en tal tarea intelectual, considerando los antecedentes de las órdenes, los modelos que algunos de sus integrantes desarrollaron, las disposiciones de la Corona en tanto que, para las colonias españolas, Felipe II ordenó que se siguiera las Introductiones Latinae de Antonio de Nebrija (1481) como modelo para la descripción de las lenguas. Por supuesto, los autores tenían además su conocimiento personal de otras lenguas. Andrés de Olmos, autor del primer Arte sobre el náhuatl, obra que, como sabemos, aunque no se publicó, se copió a mano, abrió una brecha al poner en alfabeto latino la lengua náhuatl, sin contar con antecedentes en lo que a la gramática de estas lenguas se refiere.1 Ascensión Hernández observa bien que Olmos dividió su Arte en tres libros, no en cinco como era lo esperado si se seguía a Nebrija. Y entonces aquí entra la sospecha de que Olmos —esto lo dice el lingüista Schmidt-Riese— hubiera seguido los modelos de las artes del hebreo o del árabe. Consta que Olmos sabía hebreo.2 Tal estructuración de su Arte explicaría, tal vez, el hecho de que no se publicó, dando lugar a que la primer arte que se publicara de una lengua de Mesoamérica fuera la del tarasco o “lengua de Michuacan”, siendo que los franciscanos llegaron primero al Valle de México, no a la Meseta Purépecha. Como sea, Olmos innovó y trascendió, lo que vino después sería, por lo menos en parte, un poco menos difícil. Olmos había abierto el camino.

El trabajo de Ascensión Hernández permite visualizar cómo, a lo largo del continente americano, se abrieron otras brechas en el tratamiento de las lenguas. Por supuesto que no todas nos son conocidas, algunas ni siquiera por nombre de la lengua, de su autor. También hay que decir que la calidad y profundidad de las obras varía muchísimo. Sin embargo, desde el mapudungún o mapuche del sur del continente, pasando por el neengatu o tupinambá de Brasil, hasta el hurón y el montañés del norte, el capítulo de Hernández brinda una perspectiva muy completa de lo que pasó en latitudes distintas a Mesoamérica.

El capítulo de Sofía Kamenetskaia, “La lexicografía misionera”, aborda parte de la producción lexicográfica de las lenguas de América. Parte de la obra de fray Alonso de Molina, el Aquí comienza un vocabulario de la lengua castellana y mexicana... de 1555, comenta luego el trabajo de fray Bernardino de Sahagún en la obra Historia general de las cosas de la Nueva España para luego dar un vistazo al Vocabulario Manual de las lenguas castellana y mexicana, de Pedro de Arenas, todo esto para el náhuatl. Luego, la autora comenta obras que compendiaron el acervo léxico de algunas lenguas de América del Sur, como el quechua en el Vocabulario de la lengua general de todo el Perú llamada lengua Quichua o del Inca, obra del jesuita Diego González Holguín, el Tesoro de la lengua guaraní de Ruiz de Montoya, y algunos más. Entre los dos capítulos, el de Ascensión Hernández y el de Sofía Kamenetskaia, el libro ofrece una perspectiva amplia del quehacer lingüístico, el de las gramáticas y los vocabularios, de los evangelizadores en varias regiones del continente.

El texto de Marina Garone Gravier, “Sonidos sobre el papel. Composición tipográfica y estrategias de edición para las lenguas indígenas de la Nueva España”, al abordar el tema de la composición tipográfica y las varias estrategias de edición para que la impresión de obras en lenguas indígenas fuera posible, nos lleva a un mundo que —si bien de seguro a la mayoría de quienes trabajamos obras coloniales ha llamado la atención, en tanto que, por ejemplo, leer el Confesionario Mayor de fray Alonso de Molina es complicado por los tipos góticos utilizados en su edición— ha sido poco explorado con el detalle que realiza la autora. Garone Gravier incluye en su capítulo ilustraciones de obras, por ejemplo, una Doctrina en español y tagalo de fines del siglo xvi, impresa en Manila, hecho que amplía la perspectiva de lo que sucedió en otras latitudes. La autora indica que “el mayor volumen de adaptaciones para la edición en lenguas indígenas se relaciona con los sistemas diacríticos” (p. 141). Y si ahora algunos de nosotros por el simple hecho de trabajar con el alfabeto fonético, o quienes trabajan con otomí o huichol por trabajar con tonos o con algún fonema inexistente en español, batallamos con el teclado de la computadora, el capítulo de Marina nos hace ver que en realidad es un asunto que, en lo que a dispositivos para escribir se refiere, viene de la época colonial. La diversidad lingüística mesoamericana se manifestó contundentemente desde el momento en que las prensas europeas llegaron a México en la época colonial, alertando a los autores que las letras utilizadas para escribir el español eran insuficientes para dar cuenta de la cantidad de sonidos que las lenguas de esta región exhibieron de manera pródiga. La evolución de la puntuación, señala Garone, llega a funcionar como una partitura en los siglos xv y xvi, mientras que en los dos siguientes, la puntuación desarrolla aspectos sintácticos para marcar transiciones entre oraciones, y posteriormente manifestarse con reglas más firmes en el siglo xix. Algo que me parece interesante señalar es que la construcción de la puntuación, de la puntuación y las pautas, es un asunto de co-participación entre impresores, editores y el público lector (p. 144).

Hablaré ahora de las contribuciones que abordan temas más particulares.

El capítulo de Julio Alfonso Pérez Luna, “Evangelización, educación y lengua latina en el siglo xvi novohispano”, es una útil síntesis de la presencia y enseñanza del latín en el siglo xvi, la importancia en esta empresa del Colegio de San José de los Naturales y del colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. Me parece necesario subrayar que la educación de la población indígena en los conventos de Tlatelolco, México y otras ciudades, como el de Aguacatlán en el actual estado de Nayarit en el obispado de Guadalajara, citado por Sofía Kamenetskaia en su capítulo, es un proyecto franciscano que no se replica prácticamente en ningún lugar del continente; tal vez parcialmente entre los guaraníes de Paraguay por los jesuitas. Digo lo anterior, considerando que gracias a estos conventoscolegios, se va a entrenar a escribanos indígenas, de náhuatl en un principio, de otras lenguas después, que legarán una cantidad muy grande de textos, de una tipología o géneros textuales variados.

Esto no sucedió en el Perú. Los dominicos no tuvieron esta “visión y misión”, como se dice ahora, y no entrenaron escribanos para que escribieran en sus lenguas. Solo los jesuitas en Cuzco enseñaron a los curacas, es decir, a los caciques quechuas, a escribir, pero solo en español. Es por eso que se carece de documentación colonial escrita por escribanos indígenas en quechua, en aymara o de una lengua más sureña, como el mapudungún. Se cuenta con las obras de evangelización, como las dispuestas por el III Concilio de Lima, de 1584, mas no con documentos, denuncias, testamentos, traspasos de poder y muchos otros, con que sí contamos en náhuatl, maya, zapoteco, mixteco, purépecha, cakchiquel, totonaco y probablemente otras lenguas, escritas por escribanos locales, y que nos permiten conocer un poco más sobre la vida de las comunidades en la Colonia. Esto, subrayo, inicia en los colegios que Pérez Luna revisa y nos entrega. Empieza con la idea del latín, pero de allí al español y al náhuatl, y del náhuatl a otras lenguas solo hubo un paso. En América del Sur, solo en guaraní se escribieron textos por escribanos indígenas.3

José Rubén Romero Galván, en su capítulo “Entre la oralidad y la escritura: el náhuatl y el alfabeto”, complementa, sin repetir información, el capítulo de Julio Alfonso Pérez Luna, comentado antes, en tanto que los hechos narrados son prácticamente simultáneos. Romero Galván nos hace ver los retos que representó poner en sistema alfabético los sonidos y las palabras de la lengua náhuatl. Me parece importante la inclusión de su reflexión sobre las tensiones, que por lo menos en el mundo occidental experimentamos, sobre la oralidad y la escritura. Señala que hubo pérdidas y ganancias con la llegada del alfabeto, aclarando que la escritura no compitió con la oralidad, en tanto que sus funciones y espacios son distintos. Dice el autor: “la oralidad continuó siendo un factor muy importante, que combinado con la memoria, permitió la conservación de una información de discursos didácticos, conjuntos de conocimientos de la naturaleza por citar algunos ejemplos” (p. 171). De igual manera, los cronistas historiadores del siglo xvii, Chimalpahin, Tezozómoc e Ixtlilxóchitl quisieron y pudieron escribir su obra y abrevaron lo mejor de los dos mundos que les tocó vivir.

Sin embargo, hay que señalar —esto no lo dice Romero Galván— que en todo caso ni el náhuatl, la lengua más escrita durante la época colonial, tanto por integrantes del clero como por escribanos hablantes nativos, tiene una escritura estandarizada en la actualidad. Este hecho, debatible por lo que representan las variantes, sin ninguna duda nos dice mucho de las consecuencias del proyecto colonizador, en tanto que el náhuatl no solo no tiene una escritura u ortografía estandarizada, sino que no tenemos ningún registro de muchas lenguas.

Los capítulos de Pilar Máynez, “El universo náhuatl a través de la obra de Sahagún”, y de Amparo Gómez Tepexicuapan, “Los decretos en náhuatl del emperador Maximiliano”, nos brindan otro perfil de la investigación y de la utilización de la lengua náhuatl.

El capítulo de Pilar Máynez nos lleva a recorrer las tres principales obras de fray Bernardino de Sahagún: Primeros Memoriales, la Historia general de las cosas de la Nueva España y la Psalmodia Cristiana. Si bien constituyen aportaciones fundamentales para nuestro conocimiento de la cultura nahua del siglo xvi, la autora nos recuerda que Sahagún no alcanzó a concluir lo que probablemente era su obra lexicográfica más importante, pues hay un trabajo notorio en esa dirección que no está concluido. Y es que no era cualquier cosa, como señala Máynez, se trataba de un trabajo lingüístico–conceptual,

 

consignar términos nunca antes escuchados y de describir realidades propias de un universo distinto que, en muchos casos, no contaba con un equivalente cercano en el Viejo Mundo; no obstante, el procedimiento comparativo que frecuentemente decidió emplear Sahagún en sus definiciones entre lo propio y lo ajeno para dar cuenta de ellas constituyó, como sostiene Edmundo O’Gorman, “el modelo previo, el único conocido, se proyectó sobre el nuevo fondo que se configuró a su imagen y semejanza” (p. 134).

 

La autora nos proporciona entonces algunos de los ejemplos de definición elaborados por Sahagún, como son los enseres de la cocina indígena. Máynez luego hace una recapitulación del trabajo del franciscano que resulta por demás ilustrativa y útil:

 

Los problemas metodológicos que implicó la confección de sus complejos doctrinal y lingüísticoantropológico reclamaban no sólo el rigor académico del fraile sino la capacidad de una mente excepcional que pudiera resolver problemas impensados.

Se trataba de reelaborar los textos sagrados de la tradición cristiana para procesarlos a partir de otro sistema lingüístico; esto implicaba ir más allá de la mera traducción literal. Se trataba, asimismo, de evitar posibles evocaciones al culto pagano practicado por los naturales a través de la enunciación en náhuatl de ciertos conceptos como teotl y tlatlacolli (p. 137).

 

El capítulo de Amparo Gómez Tepexicuapan, por otra parte, narra cómo desde el momento de la llegada de Maximiliano y Carlota a la ciudad de México tuvo lugar el encuentro entre estos y Faustino Chimalpopoca Galicia, nahuatlato culto, a quien Maximiliano encargó proyectos encaminados a la “protección de las clases menesterosas”. La autora señala que hubo un interés de parte de Maximiliano por conocer las necesidades de la gente de México. Entre otras cosas, indica:

 

De los innumerables decretos que se publicaron durante sus breves tres años de mandato, nueve están dirigidos en español y náhuatl a la clase indígena, con leyes que incluyen la liberación del peonaje y la obligatoriedad de la educación primaria. Seis fueron suscritos por Maximiliano y dos rubricados por el ministro de Gobernación y uno por el encargado provisional de la Dirección del Gabinete (p. 250).

 

En varios de ellos, se les restituye algunos de los derechos que las Leyes de Reforma habían limitado o incluso violentado. Si bien la autora no lo dice de manera clara, por lo que señala, queda la sensación de que el austriaco tuvo mayor sensibilidad y conciencia de lo que a las comunidades indígenas podía beneficiar.

Si salimos un poco del mundo náhuatl y el latín y lo que pasó en el centro de México, miramos ahora hacia Michoacán y la lengua purépecha. Nos beneficiamos en aprender de ella gracias a los trabajos de Rodrigo Martínez Baracs y de Frida Villavicencio Zarza. El capítulo de Martínez Baracs establece un puente, necesario, entre los capítulos de Ascensión Hernández y Sofía Kamenetskaia, y el de Frida Villavicencio.

Martínez Baracs revisa el modelo establecido por Nebrija, sus variaciones, la influencia en Molina, para luego hablar de Molina y Gilberti, ambos franciscanos, ambos autores de obras trascendentales de las respectivas lenguas que documentaron. Además de haber sido impresos por el mismo impresor, Juan Pablos, con pocos años de distancia, los vocabularios sobre la “lengua de Michuacan” o tarasca, exhiben cierta dependencia de su autor en cuanto a la selección de las entradas que hizo, siguiendo a Molina. Martínez Baracs muestra en varios cuadros las entradas de Nebrija (pp. 105 y ss.), Molina y Gilberti. Este último incluso corrige algunas preposiciones, en español, para que la entrada quede exactamente igual que en Molina. Dice Martínez Baracs que a veces Gilberti sigue a Molina “hasta en los errores” (p. 106), lo cual habla muy bien de Martínez Baracs en tanto que los nota y no tanto de Gilberti, a manera de paréntesis. Tal vez porque Gilberti era francés y quizá no tenía un conocimiento profundo del español, aunque sí del tarasco y del latín.

Martínez Baracs no se conforma con decirnos qué tanto Gilberti dependió de Molina para hacer su vocabulario, sino que va más allá y nos adentra en los pleitos, choques y desencuentros entre las órdenes y los obispos, pleitos muy sonados en la época y que aún ahora, en el siglo xxi, los lectores se sorprenden ante el encono plasmado en los textos.4 En aquel momento, debió haber sido todo un escándalo. En todo caso, Martínez Baracs maneja con la necesaria distancia estos asuntos, en tanto que lo importante es cómo debieron haber afectado el trabajo de Gilberti, principalmente. Incluso rescata una frase del Arte de Gilberti, en donde la traducción de la misma es: “Vengo de negociar con el obispo”, refiriéndose a Quiroga. La inserción de este tipo de frases, no debe haber sido, de ninguna manera, gratuita.

El capítulo de Frida Villavicencio, “Modernidad en un catecismo indígena”, aborda uno de los pocos textos impresos en purépecha en el siglo xviii, siglo en el que efectivamente hay un decremento considerable de interés por la edición de obras de evangelización. El texto, Cathecismo breve en lengua tarasca, y recopilacion de algunos verbos los mas communes para el uso de la misma lengua, fue escrito por Joseph Botello Movellán, criollo, originario de Pátzcuaro, quien tal vez creció hablando tarasco. Villavicencio señala que era una persona típica del siglo xviii, del siglo de la Ilustración.

Ahora bien, este catecismo es algo atípico. Generalmente, como señala la autora, los catecismos o doctrinas son textos breves, en tanto que contienen el “dogma” cristiano. Algunos incluyen un confesionario. Aun así, el catecismo de Botello Movellán es extenso, 103 páginas de un cuarto, e incluye elementos no usuales, por ejemplo, unas décimas a la virgen María, algunos refranes castellanos traducidos y adaptados al tarasco, y unos “apartados léxicos”. Todo esto, me parece, constituye una visión muy fresca de una obra que, de ser tradicionalmente una herramienta de trabajo para la evangelización, nos da otra perspectiva de lo que está sucediendo en el siglo xviii, además, como señala la autora, de darnos un registro de la lengua más reciente, es decir, posterior a las obras de Gilberti, Lagunas y Basalenque, hasta cierto punto “clásicas” del purépecha, cuyo estudio ayudará a identificar cambios diacrónicos en la lengua.

Para terminar esta revisión, comentaré dos capítulos que nos dan otra perspectiva de la investigación realizada en México. El capítulo de Bárbara Cifuentes, “La geografía de las lenguas de México de Orozco y Berra: puente entre la etnografía y la lingüística misionera”, sitúa al investigador del siglo xix en el mismo tiempo en que Maximiliano se encontraba aquí en México. El proyecto, dice Cifuentes, reunió una cantidad de repertorios bibliográficos de estudiosos como Eguiara y Eguren, Beristáin y Souza, fuentes de primera mano del Ministerio de Fomento y de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. Sumó además una cantidad enorme de documentación colonial de obispados, cofradías, gramáticas impresas y manuscritas. A no dudar, Orozco y Berra tenía un plan para conocer lo diverso y lo singular de nuestro país y poder dialogar con información fidedigna disponible sobre etnografía y gramática comparada, para con estos datos reconstruir las rutas de migración de los pueblos, los asentamientos ignorados, así como esclarecer la geografía antigua y moderna de los pueblos. En el capítulo de Cifuentes se observa con claridad la seriedad y el empeño de Orozco y Berra por realizar una labor apegada a los datos y a un análisis minucioso. La autora dice:

 

El reto que enfrentó Orozco y Berra fue precisamente contrastar lo dicho en los trabajos historiográficos y gramaticales previos con los resultados de las clasificaciones lingüísticas y etnográficas que circulaban en el ambiente científico. Esperaba ofrecer una mejor interpretación mediante la puesta en práctica de un procedimiento de depuración, en el cual los ejes geográfico y cronológico serían las guías para organizar la información (p. 235).

 

Cuando Orozco y Berra no tuvo acceso a datos verificables para expresar alguna conclusión, fue lo suficientemente sensato para no especular. Continúa Cifuentes:

 

presentó la clasificación de 182 hablas diferentes e hizo la salvedad de que sólo podía comprobar el parentesco en 108 casos. A estos últimos los agrupó en once familias lingüísticas, en las cuales estaban distribuidos 35 idiomas y 69 dialectos. Señaló que hasta ese momento le era imposible clasificar los idiomas restantes porque no los conocía de manera satisfactoria, fuera porque no les había encontrado nexo con ningún otro o bien porque se trataba de lenguas muertas, de las cuales no poseía datos suficientes (p. 235).

 

En el capítulo de Víctor Manuel Ruiz Naufal (q. e. p. d.), “La cartografía indígena durante el virreinato”, se señala que dicha cartografía empieza a trazarse en el periodo clásico, esto es, en los siglos vviii, aproximadamente, a la par que la elaboración de códices. El material estudiado se encuentra en las colecciones de mapas del Archivo General de la Nación (agn), además, hay referencias en obras de Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, Antonio Fuentes y Guzmán, Pedro Mártir de Anglería.

El autor señala que la cartografía indígena tenía un carácter históricogeográfico. Vendrá luego la cartografía mestiza, un “arte mestizo”, que marca diferencias fundamentales con la cartografía previa a la conquista:

 

Los elementos pictográficos e ideográficos que aparecían en los mapas dejaron de transmitir historias o conceptos para transformarse en símbolos, ya que las piezas cartográficas modificaron su función discursiva y se convirtieron en simples apoyos gráficos de los expedientes desarrollados en escritura alfabética, ya fuera en castellano o en alguna lengua indígena (p. 213).

 

Si hacemos una lectura global del libro, nos damos cuenta de que la investigación más fuerte sobre las lenguas, tanto en la época colonial como en el siglo xix, es la que corresponde a la lengua náhuatl. Sobre ella —sus obras, sus estudiosos, compiladores y maestros— hablan, de manera casi exclusiva, los textos de Pilar Máynez, José Rubén Romero Galván y Amparo Gómez Tepexicuapan. Del náhuatl, de manera tangencial, también hablan los textos de Ascensión Hernández, Marina Garone Gravier y Víctor Manuel Ruiz Naufal. En el libro se extrañan trabajos del sur, occidente, noroeste y noreste de nuestro país. Si bien hay artículos que tocan lo sucedido en latitudes distintas del centro de México, como ya se dijo, la única lengua —y la única región— que recibe atención es el tarasco o purépecha de Michoacán. Por otra parte, también se extrañan ilustraciones de cartografías en el capítulo de Ruiz Naufal, en tanto que se ve que no era una imposibilidad técnica, pues los capítulos de Garone Gravier, Villavicencio y el de Pérez Luna sí tienen ilustraciones. Habría sido lindo.

Si hacemos, por otra parte, una lectura particular, observamos que el libro ofrece no solo lo expresado en el párrafo anterior, sino además profundizaciones, detalles que enriquecen enormemente nuestra información sobre las lenguas de México en la Colonia y en el siglo xix, su investigación, la descripción gramatical, los esfuerzos y tensiones por plasmarlas en la escritura alfabética, —sin olvidar que en este territorio existía un sistema de escritura, pictográfica e ideográfica; no es que se careciera de uno, simplemente era distinto.

Para concluir, el libro nos permite conocer más sobre el devenir de muchas lenguas de nuestro país, no obstante haber pasado al alfabeto, tal cual, “De la A a la Z”.

 

Referencias

 

Rappaport, Joanne (1994). Object and alphabet: Andean Indians and documents in the Colonial period. En Hill Boone & Walter D. Mignolo (Eds.), Writing without words. Alternative literacies in Mesoamerica & the Andes (pp. 271292). Durham: Duke University Press.

Ricard, Robert (1986 [1947]). La conquista espiritual de México (Trad. Ángel María Garibay K.). México: Fondo de Cultura Económica.

Schmidt-Riese, Roland (2003). Acumulación de saber y cambios epistémicos en las tradiciones gramaticales amerindias. Un ejemplo: el “accidente persona” en Olmos (1547) y en Carochi (1645). Dimensión Antropológica, 27, 4779.

Schmidt-Riese, Roland (2010). Gramática y territorialidad del discurso. Espacios mesoamericano y andino, época colonial. En Rosa H. Yáñez Rosales, La cultura escrita en México y el Perú en la época colonial (pp. 87119). Guadalajara: Secretaría de Cultura Gobierno de Jalisco / Consejo Estatal para la Cultura y las Artes.

Smith-Stark, Thomas (2004). Un stemma para los manuscritos del Arte para aprender la lengua mexicana (1547) de Andrés de Olmos. En Ignacio Guzmán Betancourt, Pilar Máynez & Ascensión Hernández de León Portilla (Coords.), De historiografía lingüística e historia de las lenguas (pp. 143167). México: Siglo Veintiuno / Universidad Nacional Autónoma de México.

Thun, Harald (2003). Evolución de la escripturalidad entre los indígenas guaraníes. En Emilio Ridruejo & Mara Fuertes (Coords.), I Simposio Antonio Tovar sobre lenguas amerindias (pp. 924). Valladolid: Instituto Interuniversitario de Estudios de Iberoamérica y Portugal.

 

 

Notas

 

1 Thomas Smith constató esto al identificar seis copias manuscritas resguardadas en bibliotecas del mundo (Smith-Stark, 2004: 143144).

2 Roland Schmidt-Riese identifica en artes del hebreo de la primera mitad del siglo xvi, la distribución en tres libros, lo cual sugiere un conocimiento de parte de Olmos de tal tradición de descripción gramatical (Schmidt-Riese, 2003: 64; 2010: 97).

3 Sobre la falta de textos en quechua, véase Rappaport (1994); sobre documentación escrita en guaraní, véase Thun (2003).

4 Véase un breve resumen sobre el pleito entre los obispos de Michoacán, Vasco de Quiroga y el de Guadalajara, Gómez de Maraver por cuestión de límites entre las dos diócesis, en Ricard (1986 [1947]: 373).

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